domingo, 19 de noviembre de 2017
El ojo.
En la
negra madrugada de una costa lamida por un mar bobo, en la casa de madera con
techumbre de bejuco y hojas de palmera, mientras un hombre obeso roncaba pesadamente
en la hamaca, su ojo izquierdo levantó el párpado empujando desde dentro, con
fuerza, se asomó a la noche.
Su
amplia pupila dilatada escudriñó el entorno, poco a poco vio las cosas como
sombras de sí mismas, una silla, un barril, una mesa y la puerta.
La
puerta.
El ojo
se movió de un lado a otro insistentemente; apenas cruzando la cavidad ósea que
lo contenía, el párpado quedó sobre él, entonces se jaloneó desesperado,
logrando, con mucho esfuerzo, llegar a la mejilla.
Denodadamente
siguió tirando, tirando, sonó ¡pluap! y cayó sobre el piso de tierra rebotando,
una, dos, tres, cuatro veces. Al detenerse, se orientó y rodó sobre su eje
vertical hacia la puerta.
La
puerta.
El ojo
vio una rendija entre las varas de la rústica puerta, decidió rodar hacia el
hueco, con la esperanza de poder salir por allí.
La hendidura
era estrecha y la madera rasposa, pero el ojo, motivado al extremo, se metió en
la rendija, raspándose con las astillas, cruzó al otro lado.
Rodó,
rodó, y vio cómo iba estilando sangre, no demasiada, pensó, ya se secará, se
consoló.
Se
encaminó hacia la yerba que crecía bajo los tablones del corral, cuando sintió
un arañazo punzante.
Un
dolor agudo le envolvió y apenas pudo ver a un gato gris que ya le devoraba.
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